Cruzar el mar para recibir tu abrazo
y encontrar
la misma intensidad contenida
la misma espera.
Quedarme
enroscada infinitamente en la negación
de mi individualidad y mi presente,
volver al origen oceánico y ahí
perderme, soltarme,
tirarme por el tobogán de la locura
que funciona mal si está al revés.
Sentirme irreal y no saber
a quién corresponden los dedos,
intentar mover uno, que es del otro
y caminar como monstruo de tres cabezas
perdidos en una nebulosa verde claro
al atardecer de un pueblito alemán.
Enfocar solamente
tu sonrisa fundirse con el sol de mediodía
y escuchar el eco de tus palabras sabias
llegando desde lejos, como disociado,
mientras escapamos en tren,
por un par de horas,
a la juventud decididamente abandonada.
Volver a verte para unir los días
exactamente donde los dejamos
-cerveza de por medio-
solo para comprobar
que lo que nos dijimos antes
sigue siendo cierto.
Y morir un poco cada vez,
dejarte algo prendido al pecho,
el nudo en la garganta, las frases necesarias:
que te vaya bien, te echaré de menos.
Armar la mochila, dormir poco, salir,
cerrar la puerta por última vez.
Tomar un tren, un bus, un avión,
mirar por la ventanilla y verte
con la mano alzada y la expresión ambigua,
la satisfacción que se vuelve vacío.
Mirar atrás y esperar
ese abrazo de nuevo.
Siempre. Pronto. De ahora en más.
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